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El hombre más triste del mundo

Relato

Publicado: 2013-10-10

Él era el hombre más triste del mundo. No había hombre más triste según los registros en todos los idiomas. Hasta donde se sabe, había una mujer que murió de pena, el primer caso comprobado (el principal síntoma: estaba perfectamente sana el mismo día que le tramitaron su certificado de defunción). Ella dejó de respirar, sólo pasó eso. La necropsia de ley lo dijo, nada más. 

Él era el hombre más triste del mundo y todo el mundo se enteró. Nadie se atrevía a interrumpir su tristeza que, increíblemente, no provocaba conmoción o pena, sino asombro y admiración. ¡Y hasta respeto! “¿Cómo alguien aguanta tanto? ¿Cómo hace para seguir vivo? ¿Cómo hace para no llorar a pesar de todo? ¿Por qué no se mata?”.

Era el hombre más triste del mundo y se hizo conocido porque una mañana subió a un bus rumbo a casa, pero al llegar al paradero correspondiente no bajó. Se quedó viajando 1,2,3,4 horas hasta el destino final. El bus giraba en sentido contrario, con diferente chofer y regresaba otra vez a su destino-partida 1,2,3,4,5,6 horas, y luego regresaba otra vez, las 24 horas del día. Al segundo día de viaje recibió una llamada de atención, pero él no hizo caso, ya había pagado el pasaje.

Como se supo, llegaron los empresarios a negociar su evacuación sin contratiempos, sin usar la fuerza, para no generar sobresaltos, ni arriesgarse a posteriores denuncias en los medios de comunicación. Llegaron el fiscal del turno, agentes policiales y decenas de curiosos, considerando que ya era el décimo día. “Lo invitamos amablemente a bajar”. Pero él, no, nada. No quiso, no quería. Lo dejaron en paz cuando les contó sobre su decisión. Todos le dieron la razón, se conmovieron. Lo dejaron de joder. Bajaron sin dar explicaciones a la prensa e incluso pidieron que lo protegieran.

Desde entonces recibía comida. Estaba deshidratado pero se recompuso. Instalaron un baño y pusieron algunas cosas para que se distraiga de las ventanas, porque de alguna manera se ponía más triste al mirar por las ventanas. El bus seguía su ruta normal. Un reportero logró ganarse la confianza, pero al identificarse con la tristeza del recurrente pasajero, se quedó acompañándolo un par de días. Luego subía de vez en cuando con amigos, incluso subía ebrio a contarle su vida de periodista, pero no sacó nada en el periódico donde trabajaba. Quisieron despedirlo por eso, pero pronto surgieron otras noticias sobre políticos corruptos y se olvidaron del hombre más triste del mundo por un tiempo.

Cuando volvieron al tema, los periódicos inventaban noticias como que “Está loco”, “El bus le recordaba a su madre”, “Su mujer fue atropellada por un bus”, “Es un snob”, “Quiere llamar la atención por algo”, “Es una forma de protestar”, “Es una aberración sexual”, entre otros titulares. Sólo algunos cuantos supieron el motivo.

Algunos lo saludaban, le tomaban fotos, pero evitaban preguntarle sobre su interminable viaje. Era el hombre más triste del mundo, merecía respeto. Aunque luego se convirtió en una atracción turística. Llevaba casi dos años viajando interminablemente. Quizás, decían algunos, ya habría recorrido dos veces la Tierra, y por la línea ecuatorial, si es que existiera carretera para tal perímetro.

Pronto se hizo viejo. Su tristeza lo estaba matando. Cada vez los choferes eran mucho más jóvenes que él. Empezaron a subir los primeros choferes que lo llevaron, eran jubilados que conversaban con él sobre las rutas. Era el bus más viejo de la ciudad, el único permitido por las autoridades, la excepción a la renovación del parque automotor. Tanto el bus como el pasajero se hicieron más famosos con el tiempo. El Gobierno mandó a proteger dicha movilidad como patrimonio nacional.

Solía tomar algunos tragos con gente que lo reconocía de años, personas que tomaban la misma ruta para trabajar. Incluso subían guitarristas por él, cantores de todo tipo y él aplaudiendo. Pero todos, en el algún momento, bajaban.

El recorrido terminó solamente cuando tuvo casi tantos años como kilómetros. Quedó dormido frente a una ventana, cruzado de brazos. El hombre más triste del mundo había fallecido y el bus seguía su camino por nadie sabe cuánto tiempo después, hasta que se dieron cuenta de la tragedia. Luego, algunos idearon de inmediato la forma de su entierro: hacer del bus un mausoleo, ponerlo a la vista del cementerio más antiguo de la ciudad, fomentar la creación de un museo de la tristeza, o sepultar el bus en vivo y en directo a nivel internacional.

Otros, en cambio -afectados económicamente-, como los ministerios de Transporte y de Cultura, pensaron en contratar actores para reemplazar a ese hombre tan triste que había generado divisas para la gran ciudad. Aviones llenos de turistas llegaban solo para verlo. Pero, por ahora, había que darle sepultura.

Durante el discurso fúnebre, luego de todas las palabras de los gobernantes y candidatos a las próximas elecciones presidenciales, un viejo amigo (el primer chofer que luego de jubilarse lo acompañó durante algunos años en su recorrido) develó entre palabras que casi caían a la tierra, que el hombre más triste del mundo decidió ya no bajar del bus “pues para no regresar a casa”. Solo dijo eso. El resto solo aplaudió. Algunos consideraron positiva la muerte porque “estaba dando un mensaje depresivo a la juventud que tanto necesitaba surgir con optimismo para salvarnos de la crisis”.

El hombre más triste de alguna manera vivió menos infeliz que nosotros. Al año de su muerte, en su lápida, apareció acuñado un epitafio: “No bajaba del bus porque al regresar a casa temía no encontrarla. Incluso temía más hallarla, sabiendo que ella no estaría”. Muchos se indignaron por tal profanación, menos una mujer. La mujer más sola del mundo, según los registros oficiales y las noticias publicadas recientemente en todos los diarios, en grandes espacios pagados por los ministerios de Transporte, Turismo, Economía y Cultura.


Escrito por

literalgia

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